Medio ambiente

Eduardo Santana Castellón
Director del Museo de Ciencias Ambientales, y profesor visitante en el Nelson Institute of Environmental Studies y miembro de la mesa de consejeros del Global Health Institute de la Universidad de Wisconsin-Madison.

Los humanos que vivimos en este 2020 hemos causado y presenciado algunos de los cambios más drásticos que ha sufrido la vida en el planeta Tierra: hemos iniciado el sexto episodio de extinción masiva de especies como no había ocurrido desde que el gran asteroide Chicxulub cayó en la Península de Yucatán causando la extinción de los dinosaurios.

Hemos transformado aproximadamente el 80% de la superficie terrestre, destruyendo ecosistemas o cambiandolos por otros que no existían. Con la quema de combustibles fósiles (petróleo, carbón y gas natural) y el uso de fertilizantes artificiales hemos cambiado la composición química de la atmósfera, de los océanos y de los suelos, generando mares muertos sin oxígeno en la desembocadura de los grandes ríos, acidificando la lluvia y los océanos, y aumentando la temperatura del planeta, lo que a su vez está derritiendo las capas polares, aumentando el nivel del mar, modificando las corrientes oceánicas, perturbando el clima y trastornando la distribución de miles de especies.

La evidencia de estos cambios en los procesos ecológicos globales se ejemplifica objetivamente con el surgimiento, a partir de la década de los años 1950, de un estrato geológico donde domina un nuevo tipo de piedra, el concreto, junto con grandes cantidades de metales puros como el aluminio, elementos radiactivos como cesio y plutonio, y los huesos de una especie que hemos convertido en el vertebrado más abundante sobre la faz de la tierra, el pollo.

Estos marcadores estratigráficos demuestran que ha ocurrido algo que para algunos parece imposible: los humanos han creado una nueva época geológica. En unas pocas décadas hemos transitado del Holoceno, que duró unos 11,700 años, y del anterior Pleistoceno, que duró unos 2.5 millones de años, al nuevo Antropoceno, la época del humano.[1]

A quienes estamos viviendo estos grandes cambios, ahora también nos ha tocado vivir la primera gran pandemia global del Siglo XXI. Y no será la última, porque entre los grandes cambios planetarios del Antropoceno se encuentra uno al cual nuestra sociedad globalizada no le ha prestado la atención debida: el surgimiento de nuevas enfermedades infecciosas emergentes.

En los últimos 80 años se han identificado más de 340 nuevas enfermedades infecciosas en el mundo.[2] La mitad son de origen bacterial o rickettsial y una cuarta parte es causada por los virus como el SARS-Cov-2.

El resto, son causadas por protistas, hongos y helmintos. La mayoría (60%) de estas nuevas enfermedades son causadas por patógenos zoonóticos, es decir que provienen de animales no-humanos. El 72% de estos, surgieron en la fauna silvestre. En total, la mitad de todas estas enfermedades infecciosas emergentes tiene su origen en animales silvestres y una quinta parte son transmitidas por vectores como mosquitos, pulgas, chinches y garrapatas. Estas enfermedades han estado aumentando significativamente como resultado de nuestro crecimiento demográfico, patrones de desarrollo socio-económico, productivo y de consumo, destrucción de ecosistemas naturales y cambio climático. Para decirlo de otra forma: nosotros mismos estamos causando las enfermedades que más nos amenazan.

EL VIRUS

Para comprender el funcionamiento de la enfermedad del COVID-19 se requiere entender lo que es un virus. Los virus son algo muy raro, que hasta el día de hoy los científicos no se ponen de acuerdo sobre si están vivos o no lo están.[3] El virus es una partícula que consiste sencillamente de material genético de ADN o ARN dentro de una “cajita” de proteína y lípidos. Son parásitos que pueden habitar durante mucho tiempo en animales a los que no necesariamente matan y que se llaman reservorios, como son los ratones, murciélagos, chimpancés, vacas, perros, puercos o pájaros. Nos puede infectar a los humanos (el hospedero), ya sea al entrar en contacto con la saliva, sangre, orina o excretas de los animales o personas infectadas, o a través de vectores como mosquitos. Invaden las células de los hospederos vivos (los infectan) tomando el control de sus funciones para obligarlas a crear otros virus idénticos. Este proceso puede o no matar al hospedero. Ahí termina la historia.

Pero los virus no tienen estructura celular como los seres vivientes, por lo tanto, no tienen citoplasma, ni núcleo, ni organelos para controlar su metabolismo interno. De los siete criterios utilizados por la ciencia para definir “la vida”, los virus reprueban o no se sabe si cumplen con cinco. No autorregulan sus procesos internos, no pueden crecer, no generan ni usan su propia energía, y se replican, pero no se reproducen. Tal vez los virus no estén muertos, pero paradójicamente, muchos científicos creen que nunca han estado vivos.

Los virus son como los “androides” de las películas Terminator o Yo, Robot, que fueron creados completamente por otra entidad viva, diferente a ellos, pero se apropian de insumos externos para obtener su energía y lograr que otros los repliquen.

EL IMPACTO SOCIO-ECOLÓGICO DE ALGUNAS PANDEMIAS ANTERIORES

En la historia de la humanidad se ha documentado el impacto socio-ecológico (ambiental) de diversas pandemias, tanto en la litosfera (terrestre) como en la atmósfera. La Muerte Negra del siglo XIV en Europa, se estima que mató entre 75 y 300 millones de personas, lo que ocasionó la transformación del paisaje por el abandono de tierras agrícolas. El despoblamiento de Europa redujo el valor del suelo y aumentó los ingresos y la calidad de la alimentación de los campesinos que sobrevivieron. Abrió grandes áreas al pastoreo, lo que generó una mayor producción y comercialización de carne y de productos lácteos que cambiaron para siempre las costumbres alimentarias de los europeos.

En los últimos 80 años se han identificado más de 340 nuevas enfermedades infecciosas en el mundo.[2]Se estima que las enfermedades llevadas por los europeos a América durante el siglo XVI, especialmente la viruela, causaron el 90% de todas las muertes de los indígenas durante la conquista del nuevo mundo.

Las otras muertes se asociaron al proceso de genocidio. La población indígena disminuyó de 50% a 95% de su nivel original. En esencia se vació el continente americano de personas. La muerte de unos 55 millones de indígenas americanos, así como anteriormente la despoblación de Europa por la Muerte Negra, están correlacionadas con la disminución del CO2 en la atmósfera. En ambos casos, la desaparición de agricultores productores de alimentos ocasionó cambios en el paisaje a través de la sucesión vegetal. Terrenos agrícolas pasaron a ser bosques.

Una hipótesis que aún se está evaluando es que esta captura de carbono causó la llamada “pequeña edad de hielo.” Inclusive, se ha sugerido, que el sonido especial de los violines Stradivarius, no solo se debe a la destreza del laudero Stradivari para construirlos, sino también a la densidad y las características de la madera sacada de los árboles que crecieron durante la pequeña edad de hielo. Es perturbador pensar que una pandemia viral que causó el sufrimiento y la muerte de millones de personas haya sido el evento que permitió que surgieran las notas más brillantes y dulces que jamás se han oído de un violín.

IMPACTOS AMBIENTALES DEL COVID-19

Con el COVID-19 se ha documentado la sorprendente disminución rápida de la contaminación atmosférica debido a la gran reducción de vuelos, de viajes terrestres en transporte público y privado, y de la producción industrial; todos asociados con las políticas de aislamiento domiciliario y la contracción económica general.

Esto implica una gran reducción en el uso de combustibles fósiles y por ende de las emisiones de gases efecto invernadero que causan el calentamiento global.

De igual forma ha disminuido la contaminación auditiva en las ciudades bajo políticas de aislamiento. Muchos urbanitas ahora escuchan por primera ocasión el canto de las aves, y las aves también se escuchan mejor entre ellas.

La pandemia ha reducido por un 10% a 100% el tráfico marítimo comercial, turístico y de transporte según la zona y el tipo de actividad. Esto ha tenido como consecuencia la reducción de ruido submarino en los puertos y las costas. Se ha demostrado que en lugares de alto tráfico marítimo el ruido aumenta las hormonas de estrés en las ballenas. Además, impide que se escuchen entre sí, causando que en esencia queden “mudas” o “sordas” en esas zonas. Con menos tráfico ya se observan ballenas acercándose a costas que antes no frecuentaban en el Atlántico canadiense e indudablemente se deben estar oyendo cantar mucho mejor unas a otras.

La reducción de las actividades económicas y productivas durante la pandemia han causado una reducción en la cantidad de desechos sólidos generados en zonas urbanas e industriales.

Pero hay algunos nichos de desechos que han aumentado considerablemente, como los desechos peligrosos de hospitales. También ha aumentado la contaminación por productos de limpieza y desinfectantes, y por material de empaque para entrega de comida o mensajería a domicilio. Si bien se estima que la producción de plástico ha disminuido, la pandemia ha aumentado el uso de plásticos desechables. Estos ya no entran en las cadenas de reciclaje, sino que se desechan en rellenos sanitarios. En varias ciudades de los Estados Unidos se derogaron los reglamentos que prohibían el uso de plástico desechable de un solo uso debido a que estos se requieren para proteger a las personas del virus o para usar diariamente en aislamiento. La precipitada caída de los precios del petróleo hizo que la producción de plástico se abarate lo que redujo el incentivo para reciclar. Estas afectaciones han reducido la efectividad en la cadena de reciclado, han disminuido la posibilidad de alcanzar las metas de desarrollo sustentable y el impulso a las economías circulares.

En todos los continentes se reportan observaciones de fauna silvestre invadiendo ciudades: coyotes en California, jaguares en Puerto Vallarta, venados en Japón, borregos silvestres en el Reino Unido, pumas en Colorado, monos en Nueva Delhi, jabalíes en Barcelona, chacales en Tel-Aviv, zorros en Londres, osos y lobos en ciudades de Italia y Francia, entre muchos otros.

Si bien algunos reportes han sido noticias falsas, sin duda, está ocurriendo un fenómeno ecológico-conductual de aumento de uso por la fauna silvestre de espacios vacíos de personas. Sin embargo, el aumento de estos reportes también es producto de que más personas se están quedando en sus casas y observando lo que ocurre en su entorno durante el aislamiento. Las especies silvestres en ambientes urbanos como gaviotas, patos, ratas, mapaches, entre otros, que dependen de basura o de alimentos que proveen los humanos, se están viendo afectadas negativamente.

Probablemente la disminución de la actividad humana contribuirá a que algunas especies logren un mayor éxito reproductivo en sus nidos o madrigueras. Esto se evidenció en el zoológico Ocean Park, de Hong Kong, donde después de 10 años de indiferencia sexual, los osos pandas Ying Ying y Le Le finalmente empezaron a copular, cuando ya no tenían visitantes observándolos. La reducción de tráfico en zonas rurales probablemente ha reducido el número de animales silvestres atropellados y ahuyentados en carreteras, aumentando la conectividad ecológica. Con la disminución del tráfico se disminuyen las luces y el ruido, permitiendo que un mayor número de individuos se atrevan a cruzar las carreteras. Muchos de estos procesos deben estar ocurriendo en nuestro país.

CONSIDERACIONES PARA MÉXICO Y PARA JALISCO

El análisis geoespacial global de riesgos de enfermedades infecciosas emergentes originadas de la fauna silvestre, coloca a México entre los países con mayor riesgo en el hemisferio occidental.

México tiene una alta diversidad de insectos y ocupa el tercer lugar mundial en diversidad de mamíferos después de Indonesia y Brasil. Los roedores (ratones, ardillas, entre otros) y los murciélagos son de los grupos más abundantes y diversos entre los mamíferos de México.

Representan más del 10% de la diversidad global de especies de estos grupos, y ambos son de los principales reservorios de enfermedades que causan epidemias en el mundo. El estado de Jalisco, que cubre solo el 4.0 % de la superficie terrestre nacional, sostiene 64 especies (28%) de roedores y 73 especies (53%) de los murciélagos de México. El conocer su epidemiología es importante para nuestra salud.

En México, al igual que en el resto del mundo, la destrucción de los bosques, la erradicación de los depredadores grandes y medianos, y el comercio de fauna silvestre, son tres factores de perturbación que generan mayor probabilidad de traspaso de enfermedades de la fauna a las sociedades humanas.

La erradicación de los depredadores como jaguares, lobos, ocelotes, entre otros, ocasiona el aumento de las poblaciones de sus presas que ya no son controladas. Esto genera lo que el Dr. José Sarukhán ha llamado una “ratificación” de los bosques, y por lo tanto el aumento de las poblaciones que son reservorios de enfermedades infecciosas. El punto no es matar o terminar con las ratas y los murciélagos, también juegan un papel importante como polinizadores, dispersores de semillas y hasta como alimento de otras especies. Lo que no debemos hacer es destruir su hábitat y crear situaciones donde entremos en contacto innecesario con ellos.  De hecho, en nuestro país los papeles se invierten. Fuimos los humanos infectados los que introdujimos la enfermedad a México, y ahora somos responsables de no pasársela a nuestros murciélagos y roedores nativos. Algunas dependencias de recursos naturales han detenido ya el estudio de murciélagos para no propiciar que los investigadores los contagien.

En 2015 la Revista de Entomología Médica publicó el descubrimiento de una pulga conservada en resina vegetal petrificada (ámbar) que contenía un antecesor de la bacteria que causa la peste, Yersinia pestis. Lo increíble es que esa pulga obtuvo esa bacteria por alimentarse de un roedor hace 20 millones de años. Esto indica que la bacteria de la peste, las pulgas y los roedores ya habían evolucionado una relación ecológica entre ellos varios millones de años antes de que existiéramos los seres humanos. Aceptemos que somos recién llegados a la fiesta de la vida en nuestro planeta.

IMPLICACIONES AL FUTURO

Sea o no cierto que el COVID-19 inició en un laboratorio de virología en Wuhan, es un hecho que los mercados de animales vivos de fauna silvestre en cualquier país del mundo son focos de transmisión de enfermedades a los humanos. México se encuentra entre los países con un gran problema de tráfico ilegal de fauna silvestre, contribuyendo así a la extinción de especies y la transmisión de enfermedades.

En el Mercado San Juan de Dios en Guadalajara ¡los pájaros en cautiverio se venden a un lado de los puestos de comida! Un aspecto positivo de la pandemia será que los gobiernos eliminen el comercio de fauna silvestre y con ello los mercados que presentan riesgos epidemiológicos.

El consumo local de fauna silvestre es una tradición cultural rural, que además complementa una dieta generalmente pobre en proteínas. Esta actividad no representa un problema, porque es local y no suele ocasionar epidemias. El problema se da al comerciar con fauna viva en mercados urbanos donde hay una alta densidad de personas.

En general cuando el uso de las especies silvestres se comercializa para usos como medicinas tradicionales, afrodisíacos, alimento exótico o mascotas, entonces la mercantilización de la fauna distorsiona el aprovechamiento sustentable que se hacía en contextos rurales. Este proceso se observa en Jalisco con la venta de huevos de tortuga marina o de pericos y guacamayas como mascotas.

Muchos de los beneficios ambientales arriba descritos serán temporales, ya que cuando se encuentre una vacuna al COVID-19 o un tratamiento para la enfermedad regresaremos a la normalidad.

Pero justamente el punto es que no debemos regresar a esa mal llamada “normalidad”. Esa normalidad de inequidad, injusticia y destrucción ambiental, cultural y social es la que genera el aumento de enfermedades emergentes infecciosas y no nos permite desarrollar una vida armoniosa entre los humanos y para con la naturaleza.

Por la pandemia hemos reducido en pocas semanas la contaminación atmosférica mundial. Una contaminación que mata a 7 millones de personas anualmente, muchas más que todas las pandemias sumadas en los últimos 100 años (excluyendo el SIDA). Y, sin embargo, llevamos décadas aceptando pasivamente estas muertes sin enfrentar el problema. La dolorosa experiencia de esta pandemia no será en vano si nos lleva a impulsar prioritariamente la eficiencia energética y la generación de energías renovables, el establecer programas equitativos de movilidad eficiente y sustentable, el detener la deforestación y la pérdida de comunidades naturales, y el desarrollar nuevas cadenas de productivas basadas en una economía solidaria y circular. Para esto debemos generar nuevas orientaciones éticas para la cooperación internacional y nacional, y lograr establecer un comportamiento individual responsable para que el monitoreo epidémico necesario no se convierta en una herramienta dictatorial de control social. Debemos, por el bien común, atender a tiempo los estudios y análisis científicos sobre enfermedades. Las catástrofes del cambio climático y la pérdida de biodiversidad generarán, durante lo que nos queda de este siglo, mayor sufrimiento y descalabros económicos, sociales y políticos que los causados por el COVID-19.

[1] Algunos geólogos, si bien reconocen los cambios estratigráficos, no están de acuerdo con crear una nueva Época geológica, y han creado la nueva Edad Megalayense del Holoceno.
[2] Jones, K., Patel, N., Levy, M. et al. 2008. Global trends in emerging infectious diseases. Nature 451, 990–993. https://doi.org/10.1038/nature06536
[3] https://www.khanacademy.org/test-prep/mcat/cells/viruses/a/are-viruses-dead-or-alive